De trucos y supervisores

Por Cristián López

Jay Haley fue uno de los fundadores de la terapia de familia en general y de la terapia breve estratégica en particular. Participó del proyecto de investigación del antropólogo Gregory Bateson en los años ´50, que puede considerarse el lugar desde donde nació la terapia familiar, inicialmente dirigida a familias con pacientes esquizofrénicos. En este proyecto también participaron destacados terapeutas e investigadores como Jackson y Weakland. Haley luego formó parte del famoso Mental Research Institute en Palo Alto y continuó practicando e investigando la psicoterapia hasta su muerte en 2007. Fue un gran admirador de Milton Erickson, uno de los más grandes terapeutas del siglo XX, habiendo intentado sistematizar y hacer conocida su práctica en el libro “Uncommon Therapy”, y publicando un muy recomendable libro en tres volúmenes de entrevistas a Erickson llamado “Conversations with Milton Erickson”.

En un libro llamado “Aprender y enseñar terapia” publicado en inglés por primera vez en 1996 (es decir a sus 73 años), Haley se refiere a los supervisores de psicoterapia, criticando ácidamente su práctica. Allí plantea irónicamente: “¿Cómo debe presentarse el supervisor frente a una clase de terapeutas que recién inician su formación? Lo mejor es presentarse como un tipo dotado de cierta sabiduría e ingenio. Si sólo posee la mitad de cada cualidad, puede disimularlo adoptando una actitud meditabunda. Cultivará un estilo contemplativo, como si considerara constantemente todos los aspectos de cada situación.[…] Hay dos amaneramientos visuales que les vendrán de parabienes: 1) una mirada abstraída que dé a entender que están considerando todos los aspectos de la situación más amplia, y 2) una mirada penetrante y sagaz que pruebe al estudiante que están alertas y apresan al vuelo lo esencial de cada situación. Cuando un estudiante nervioso teme por el destino del cliente que tiene entre manos, el supervisor puede ganar su respeto, y aún su adulación, con sólo estar presente, mantener la calma y  poner cara de sabio. A veces la mirada distante y el silencio pensativo generan en el estudiante la impaciencia suficiente para que se le ocurra alguna táctica. El supervisor puede aceptarla e insinuarle, quizá, que tenía esa idea en mente y sólo quería que se le ocurriera a él en forma espontánea. Si un estudiante ya ha trazado un plan y busca su aprobación, es correcto lanzarle una mirada aguda y conocedora, aunque no lo comprenda.”

También alude al establecer una relación personal con el supervisado como una forma de manipulación: “El porte adecuado no puede prevenir, por sí solo, las críticas de los estudiantes. El supervisor debe cultivar una relación personal con los terapeutas en formación e inspirarles tal grado de lealtad que resten importancia a sus deficiencias, o aun las pasen por alto. Por lo general, conviene recordar el nombre de un estudiante. Los ocasionales comentarios personales son igualmente importantes, por ejemplo: ’Tengo entendido que esta mañana su esposa tuvo trillizos, bravo´. La involucración personal incita a los estudiantes a tolerar, y hasta proteger, al supervisor incompetente.”

Luego, en relación al uso de la teoría agrega: “Un supervisor que muestre el porte correcto en un contexto solemne puede ganarse el respeto de sus supervisados aunque no sepa cómo inducir el cambio terapéutico. Pero ¿qué pasa si le preguntan específicamente qué debe hacerse para cambiar a un cliente afectado por un problema serio? Hay formas aceptadas de afrontar esta crisis. La más popular es comportarse como un terapeuta cognitivo y enturbiar las cuestiones mediante una discusión racional de la teoría. Ya no es un secreto que las ideologías básicas de la terapia fueron concebidas para proteger a aquellos supervisores que no supieran cómo provocar un cambio.”

Haley plantea que la justificación de la incapacidad del terapeuta para tratar a un paciente, se da del mismo modo en el supervisor: “Si un paciente dice: ´¿Acaso su trabajo no es hacerme cambiar?’, el terapeuta tradicional responderá tal como le han enseñado: ‘No, mi trabajo es ayudarlo a comprenderse a sí mismo. De usted depende que cambie o no.’ Es un recurso admitido para que los terapeutas no necesiten saber qué hacer. Se ha pasado por alto el hecho de que esta consigna contiene una agenda encubierta destinada al supervisor. Si un terapeuta en formación le hace la misma pregunta a su supervisor: ‘¿Su tarea no es indicarme cómo saco a este cliente de su aflicción?’, el supervisor puede responder: ‘Mi tarea no es ayudarlo a cambiar a las personas, sino ayudarlo a comprender por qué tiene problemas en el tratamiento de este paciente.’ Hasta puede obsequiarle una sonrisa burlona e interrogarlo sobre sus problemas emocionales no resueltos: ‘¿Ha examinado sus fantasías omnipotentes acerca de salvar a los pacientes?’, le preguntará, y el avergonzado terapeuta en formación se batirá en penosa retirada para abordar sus problemas emocionales, sin advertir que su maestro no supo resolver el problema del cliente.”

Finalmente Haley, se refiere al uso del diagnóstico como otro truco a la mano del supervisor: “Es bien conocido el valor que tienen la diagnosis para el supervisor que no sabe qué hacer. Se descubrió que, en lugar de hablar de terapia, podían gastar varias horas del tiempo de supervisión en discutir el diagnóstico correcto. El supervisor que descubre que un cliente encaja en una categoría de DSM-IV, o aun en tres o cuatro, se extiende en la materia y suscita en su supervisado una viva sensación de logro: ‘Evidentemente, es una personalidad fronteriza y no un estado esquizoide’, dice el supervisor. ’¡Cielos!’, exclama el terapeuta en formación, admirado. Cuando empiece a practicar su profesión en el mundo real, le llevará un tiempo advertir que el sistema de diagnóstico es irrelevante e incluso traba la inducción del cambio en las personas.”

En definitiva, Haley en este texto pone el dedo en la llaga, es decir, en la ignorancia y deshonestidad que se puede dar en esta profesión, hábilmente encubierta de profundidad y sinceridad. Creo que al buen observador, esta descripción le parecerá muy familiar y fidedigna, graciosa y triste a la vez. Con más de 70 años y décadas de experiencia como terapeuta e investigador, él se dio el lujo de decir lo que normalmente no se dice.

 

 

Haley, J. (2009). Aprender y enseñar terapia. Buenos Aires: Amorrortu.

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